(Esto es un resumen del libro «Historia del cine» de Román Gubern)
A principios del siglo XX el cine americano poseía el más vasto mercado de exhibición del mundo, con cerca de diez mil salas, pero Francia seguía siendo el país con mayor volumen de producción.
El cine francés ya era una industria, y como toda industria iba a conocer sus momentos de prosperidad y de crisis.
La primera crisis apareció súbitamente en 1907, como una crisis de crecimiento cuyo diagnóstico no era difícil: el público se estaba cansando de aquel juguete óptico que ofrecía siempre los mismos asuntos, idénticos melodramas o payasadas, incapaz de una evolución madura, de un progreso dramático.
Al igual que las salidas de fábricas y llegadas de trenes se repitieron hasta la saciedad en los primeros cinco años de vida del cine, ahora se estaba asistiendo a idéntica cristalización de temas, consagrados por un éxito inicial.
Nada más ilustrativo que cotejar los catálogos de las casas de producción de la época, para darse cuenta de la falta de imaginación, puerilidad y vulgaridad de los asuntos ofrecidos.
Y no podía ser de otra manera; el cine era mediocre porque sus guionistas también lo eran.
Escritores fracasados, oscuros periodistas o actores retirados escribían, por retribuciones ínfimas, los argumentos de las películas.
Y los productores tampoco exigían más, porque seguían la ley de la inercia de los primeros éxitos, sin darse cuenta de que ello los abocaba a un callejón sin salida.
Diversión plebeya, como la máquina tragaperras, el tiovivo o la casa encantada, el cinematógrafo era despreciado por los intelectuales.
Su público no era el que frecuentaba los teatros, museos o salas de conciertos.
Para salvar aquella difícil situación, los hermanos Lafitte, banqueros franceses, fundaron en 1908 la sociedad productora Film d’Art, poniendo a su cabeza a dos prohombres del teatro francés: Charles Le Bargy y André Calmette.
Pensaron los Lafitte que, si el cine atravesaba una crisis de argumentos, ésta podía salvarse recurriendo a los grandes temas del teatro clásico o haciendo que los escritores famosos creasen argumentos para el cine.
Al mismo tiempo utilizarían a los grandes actores de la Comédie Française para prestigiar y enaltecer aquel espectáculo populachero.
El cine ya había echado mano ocasionalmente de los temas literarios o históricos, cuya popularidad o renombre facilitaban su difusión.
Pero aunque Méliès haya evocado en imágenes el Fausto de Goethe y el pionero italiano Ambrosio haya llevado a la pantalla Los últimos días de Pompeya (1907), ni éstos ni las encarnaciones de Juana de Arco, Barba Azul, Aladino, Gulliver, Don Quijote o la Dama de las camelias que el cine ha producido hasta 1908 constituyen una política de producción organizada y consciente ni persiguen como objetivo elevar el nivel artístico del cine, incorporando a actores, escenógrafos y directores de reconocido prestigio en los medios culturales.
La sociedad Film d’Art se proponía poner punto final al anonimato artístico propio del cine primitivo y, aunque vistiese su proyecto con un ropaje de alto vuelo intelectual, no hacía otra cosa que introducir en el cine la noción de estrella, como polo atractivo de públicos, que va a dar no poco juego a todo el cine futuro.
El proyecto de los Lafitte permitiría difundir por doquier, en adelante, la actuación de unos actores famosos que sólo podían ser admirados hasta entonces, a un precio relativamente alto y socialmente discriminatorio, en los mejores escenarios de París.
Los Laffitte eran banqueros y no filántropos, como tampoco lo era Pathé y que no obstante fundó también la cultísima Société Cinématographique des Auteurs et Gens de Lettres (SCAGL), en donde, entre argumentos de Molière y Victor Hugo, nos encontramos al proteico Ferdinand Zecca, que fabrica muy seriamente sus “obras de arte” sobre celuloide, siguiendo las consignas del momento.
Las más ilustres plumas de la época, bien retribuidas, comenzaron a inclinarse ante el cine.
Los Lafitte encargaron argumentos a Anatole France, Victorien Sardou, Edmond Rostand y Jules Lemaître, entre otros.
Todo el mundo participó en este furor cultural, hasta Sarah Bernhardt, a pesar de que la divina Sarah despreciaba el cine, pero se rendía, como cualquier mortal, ante los 1.800 francos por sesión más un canon por metro de película.
Nada bueno podía salir de este desenfreno literario en el que todo el mundo trataba de dignificar al cine y redimirlo de sus antiguos pecados plebeyos y juglarescos.
Pero, en fin, el 17 de noviembre de 1908, a bombo y platillos, se presentó en la sala Charras, de París, el primer programa de la sociedad Film d’Art, cuyo plato fuerte era El asesinato del duque de Guisa(1908), escrita por el académico Henry Lavedan e interpretada por ilustres actores de la Comédie Française.
Estreno de campanillas, con el tout Paris en traje de gala y una expectación subida.
Y en la pantalla de la sala Charras el cine se transfigura, como por efecto de magia, en arte respetable y públicamente reconocido.
Su título de nobleza lo adquiere con una conjuración palaciega de 1588, entre muebles y tapices de guardarropía, jubones, pelucas, barbas postizas y profusión de puñaladas.
Definitivo. La gente puesta en pie aplaude, como si estuviera en el teatro. Vítores.
La película ha causado sensación: el cine ya es un arte.
Vanidad de vanidades, los cultos académicos acaban de infligir un gravísimo daño a la causa del cine; han retrocedido a los tiempos del cine-teatro de Méliès, con la cámara inmóvil en la platea, pero despreciando lo esencial de su legado: la desbordante catarata de su fantasía.
Pero la pedantería puede más que la razón y el “teatro fotografiado” se impone, con temas de Homero, Dickens, Shakespeare, la Biblia, Sófocles, Goethe, Zola, Daudet y Molière.
Aparecen nuevas sociedades productoras como Le Film Esthétique, de Gaumont, o la Association Cinématographique des Auteurs Dramatiques, de Éclair…
Todo el mundo rivaliza en la tarea de dignificar el cine con sus versos alejandrinos, barbas postizas, túnicas y gesticulación desbordada. Apenas el cine ha aprendido a narrar, a balbucear una historia sencilla y ya se pretende de él que exponga los conflictos de la tragedia griega o la complejidad de los dramas shakespearianos.
Ante una cámara sorda y paralítica los actores recitan su texto literario y para traspasar su sordera apoyan su expresividad en el gesto, que resulta enfático y declamatorio.
Los incultos norteamericanos, que no saben quién es Homero y que les importa un bledo la Academia Francesa, están haciendo progresar mientras tanto el cine con pasos de gigante, descubriendo los nuevos temas del Far-West y la vitalidad de las anchas praderas.
Las cintas de Porter son oxígeno puro al lado de las anquilosadas y ridículas piezas de museo que producen los sesudos varones de Francia.
En América el cine está forjando su nuevo lenguaje, con el empleo de las acciones paralelas, el uso del primer plano y la utilización de escenarios naturales.
En Francia la cámara se encierra en los más convencionales decorados de estudio, renuncia a sus posibilidades creadoras e inicia lo que más tarde se llamará star-system, esto es, la utilización del prestigio de la vedette o estrella (sea intérprete o autor) como gancho para el público, que desde luego ayudará a salvar el bache que atraviesa el cine francés.
Aunque influyen también otros factores, como el Congreso de Fabricantes de Películas de 1909, en el que se decide sustituir la venta de películas por su alquiler, que beneficia tanto a productores como a exhibidores, al tiempo que cancela el pasado aventurero de las barracas de feria y otorga cierta seriedad al nuevo comercio.
El cine, pese a la torpeza de tantos profesionales de la cultura, acabará por adquirir sus títulos de nobleza.
A pesar del pedante film d’art que se propaga, entre aplausos, por Europa, suscitando imitaciones en Dinamarca e Italia y llega hasta América, en donde Zukor, que ha importado la imagen augusta de Sarah Bernhardt, fundará la empresa Actores Famosos en Obras Famosas (Famous Players in Famous Plays).
Su nombre no puede ser más significativo.
Verdaderamente, el itinerario recorrido hasta ahora por la locomotora de Lumière ha sido intenso y vertiginoso.
Se ha pasado de las simples escenas documentales rodadas de un tirón, en un solo plano, a las películas que narran argumentos relativamente complejos, con variedad de escenas, como en las cintas de Méliès, de Brighton, de Zecca, de Porter o de la Vitagraph.
El cine ha aprendido a narrar y, además, de la barraca de feria ha pasado a estabilizarse en el Nickel-Odeon; de la artesanía de Méliès ha pasado a la industria altamente organizada de Pathé o de Edison, con sus luchas encarnizadas por el control del que será el “arte de masas” por excelencia e instrumento capital de presión sobre la opinión pública.
En verdad que el cine, a pesar de obstáculos como el calamitoso incendio del Bazar de la Caridad, ha dado un salto gigantesco en pocos años.
Pocos años que han bastado para ofrecer en abanico un preludio de temas casi exhaustivo de los grandes argumentos que mueven al hombre desde sus orígenes: la política, el sexo, la religión, las injusticias sociales…
En sus pocos años de vida el cine ofrece ya un retablo de maravillas en el que se codean, en familiar vecindad, Eurípides, Zola, Juana de Arco, experimentos de magia, Dante, bailarinas orientales, Shakespeare, mujeres voladoras, asaltos de trenes, falsos documentales, modelos desnudándose, Edipo, Tosca, Guillermo Tell, atentados políticos, catástrofes marítimas, la Pasión de Cristo…
¿Ha ofrecido algún arte tanto y tan variado en sus doce primeros años de vida?